En los Alpes, los científicos avanzan en la puesta en marcha de sistemas que avisen a la población de cuándo debe huir de los desprendimientos e inundaciones provocados por el cambio climático y el desmoronamiento de los glaciares.
El macizo del Mont Blanc, con el pico más alto de Europa, está cambiando fundamentalmente debido al cambio climático, junto con las montañas de todo el mundo. Las temperaturas en las regiones montañosas han aumentado hasta un 50% más rápido que la media mundial.
En la majestuosa Marmolada, la reina de los Dolomitas italianos, el primer domingo de julio fue un hermoso día para los excursionistas: el cielo casi sin nubes y una cálida temperatura de 27 grados en el valle. Pero para la montaña, incluso los 10 grados cerca del pico de 3352 metros eran sofocantes. De su glaciar, el mayor de la cordillera, se desprendió una sección del tamaño de dos campos de fútbol. El hielo y los escombros cayeron con la fuerza de un rascacielos que se derrumba. Once personas (dos de ellas experimentados guías de montaña) no llegaron a casa.
«Vi fotos de cómo era antes del derrumbe, y habría llevado a mi propio hijo allí ese día», cuenta Alberto Silvestri, un guía italiano. Para los alpinistas y los lugareños, la tragedia fue un recordatorio aterrador de hasta qué punto la belleza de las montañas oculta sus riesgos.
Las cordilleras cubren una cuarta parte de la superficie del planeta y los millones de personas que las llaman hogar siempre han convivido con sus riesgos naturales. Pero ahora, el calentamiento global está cambiando fundamentalmente su composición. Sus temperaturas han aumentado hasta un 50% más rápido que la media mundial, e incluso cuando hacen cumbre en el Himalaya, los alpinistas abandonan ahora sus trajes de expedición por chaquetas más ligeras, un pequeño consuelo en medio de los elevados peligros.
Los científicos que calculan los riesgos de las catástrofes naturales en las montañas, como Perry Bartlet, del Instituto Federal de Investigación Forestal, de la Nieve y del Paisaje (WSL, por sus siglas en inglés) de Suiza, necesitaban actualizar sus modelos. «La escala de lo que calculamos ha cambiado por completo: los sucesos son mucho mayores», afirma.
A principios de este mes, otro glaciar se derrumbó en la Patagonia chilena, y en julio en Kirguistán. A medida que el permafrost se descongela, la roca y el suelo que antes estaban sujetos a temperaturas bajo cero se desploman.
Los excursionistas en las alturas y los aldeanos en las estribaciones se enfrentan a una cuestión vital: a medida que las condiciones de la montaña se vuelven más peligrosas, ¿cómo pueden mantenerse a salvo?
Un desastre inminente
Esta última pregunta atormenta a Roberto Rota, el alcalde del pueblo de montaña de Courmayeur, enclavado en la vertiente italiana del Mont Blanc, el pico más alto de Europa.
Mientras dibuja un camino hacia la boca del túnel del Mont Blanc que une Italia y Francia, la inestable ladera del Monte de la Saxe podría desprender tanta roca y tierra, que sería registrada por los sismógrafos de todo el mundo. Por encima de la aldea italiana de Planpincieux, desde dos glaciares precariamente suspendidos, corre el riesgo de derrumbarse hielo suficiente para llenar dos edificios del Empire State. En el peor de los casos, dice Rota, «destruiría completamente todo Planpincieux».
La responsabilidad pesa mucho sobre sus hombros, señala Rota, y a veces, el antiguo instructor de esquí se pregunta si estaba loco por haberse presentado al cargo. Pero dice que los sistemas que él, sus predecesores y los científicos han puesto en marcha le ayudan a dormir por la noche.
Los radares terrestres que apuntan a picos y laderas inestables miden el movimiento en todo momento: si la velocidad aumenta, también lo hace la posibilidad de que se desplome. También se analizan imágenes de satélite y de drones. Rota recibe un correo electrónico diario a las 2 de la tarde con datos y análisis. En los días buenos, ve un recuadro amarillo que indica una amenaza de nivel medio de colapso de los glaciares.
En los peores días, el recuadro es de color carmesí intenso. Lugareños como Guiliana Patellani lo recuerdan. Hace dos años, los semáforos de la carretera de Planpincieux cambiaron a rojo, lo que impidió que la gente se adentrara en la zona potencialmente catastrófica, y las alertas aparecieran en los teléfonos de los habitantes de las zonas potencialmente afectadas. Los funcionarios, angustiados, llamaron a las puertas de su casa de piedra y ordenaron a Patellani y a su familia que recogieran sus posesiones más queridas y se trasladaran a un lugar de evacuación de emergencia.
Después de dos noches, cuando el peligro disminuyó, volvieron a instalarse. Este verano, el marido de su hermana, un glaciólogo, llamó para cancelar su visita. «Dijo que, con el calor extremo, era demasiado peligroso», rememora Patellani.
Pero aquí nadie parece preocupado. Los lugareños han visto avalanchas y desprendimientos de rocas antes, continúa Patellani, y la casa que su abuela construyó en 1936 nunca se ha visto afectada. «Y tenemos el sistema de vigilancia», agrega su nieta adolescente, Cecilia, quien pasó el verano buscando setas y arándanos.
Peligro invisible
Pero no todo se puede evitar. En un arroyo situado a unos cientos de metros de su casa, la familia muestra la destrucción causada por un desprendimiento de tierra, provocado por las fuertes lluvias de un viernes por la noche de este mes de agosto. Una pared de rocas y cantos rodados de seis metros de altura derribó dos puentes, aisló la aldea, y destrozó el acueducto, lo que dejó a 30 000 personas sin agua potable.
«Nunca habrá seguridad al cien por cien», explica Fabrizio Troilo, de la Fundación Montaña Segura. En su sede, los radares vigilados por el Valle de Aosta apuntan a la ladera del Monte de la Saxe.
Más arriba en el valle, Daniele Giordan, geólogo del Consejo Nacional de Investigación de Italia, ha pasado los últimos 10 años perfeccionando el sistema de vigilancia de los glaciares. Las predicciones y los escenarios son ahora tan precisos que él y sus colegas confían en que sea uno de los mejores del mundo, quizá un modelo a seguir para otros.
Sobrevuelan regularmente en helicóptero los 180 glaciares de la región, con los ojos puestos en las nuevas grietas. Actualizan un catálogo fotográfico para seguir su evolución, y van de excursión a los lagos glaciares que podrían romperse.
Naturalmente, hay límites. El agua de deshielo que se acumula en el interior del glaciar es una de las principales preocupaciones. Solo este verano se han derretido varios metros de la superficie de los glaciares de los Alpes, una cantidad tan espectacular que supera ampliamente las peores predicciones de los científicos hasta la fecha. «Todas estas son observaciones de la superficie, pero hay procesos que no podemos ver, porque ocurren dentro del glaciar», precisa Giordan.
En la vertiente francesa del Mont Blanc, Jean-Marc Peillex, alcalde de la ciudad turística de Saint Gervais, sabe cuánta destrucción puede causar el agua de deshielo oculta: En 1892, el agua del glaciar de la Tête Rousse acumuló tanta presión que reventó el hielo como un globo.
La ola de 39 metros arrastró hielo, nieve y todo tipo de escombros, matando a 200 personas y dejando sólo la escuela primaria en pie. Tras la catástrofe, las autoridades comenzaron a perforar agujeros en el glaciar casi todos los años, con la esperanza de que el exceso de agua se drenara. Durante décadas, nunca salió nada. En 2009, los investigadores encargados de comprobar si era seguro suspender el proyecto descubrieron que, sencillamente, habían estado perforando a demasiada altura. Más abajo, 80 000 metros cúbicos, suficientes para llenar 32 piscinas olímpicas, estaban a punto de romper el glaciar una vez más.
«Fue pura suerte que lo encontráramos a tiempo», dice Peillex. Ahora el agua se drena regularmente (en los puntos adecuados) y, si eso falla, unos sensores colgados de cuerdas por encima del glaciar activarían un nuevo sistema de alarma. Los habitantes de la zona tendrían 15 minutos para huir a una mayor altura.
En la montaña más mortífera de Europa
Mantener la seguridad de las 20 000 personas que intentan hacer cumbre en el Mont Blanc cada año ha sido el segundo dolor de cabeza de Peillex. El pico, que se percibe como una excursión fácil, se ha convertido en un elemento de la lista de deseos de los excursionistas inexpertos. Además, ostenta el récord de mortalidad en la montaña del continente, con una cifra estimada de 100 muertos al año.
Este verano, cuando incluso las temperaturas nocturnas en la cima superaron el punto de congelación, los desprendimientos de rocas, que ya eran la principal causa de muerte, aumentaron su frecuencia. La montaña se había vuelto demasiado imprevisible. Las asociaciones de guías locales cancelaron los viajes a la cumbre y las autoridades emitieron advertencias. Peillex propuso que todo aquel que siguiera intentando hacer cumbre depositara 15 000 dólares, suficientes para cubrir los esfuerzos de rescate y un servicio fúnebre. Aunque nunca se puso en práctica, antes de finales de julio se cerraron los refugios de montaña de gran altitud, como el de Goûter, de 3814 metros. Sin refugio ni guías, el viaje de dos días se hizo casi imposible.
Sin embargo, una docena de personas al día seguían intentándolo, dice Tsering Sherpa de la «Brigada Blanca» desplegada por Saint Gervais para patrullar las rutas hacia la cumbre. A los excursionistas sin crampones, picos de hielo, chaquetas de abrigo o una reserva para los bulliciosos refugios se les pedía sistemáticamente que dieran la vuelta.
Cuando visité el lugar a principios de septiembre, el tiempo había refrescado y los refugios acababan de reabrir. En la oficina de la Compañía de Guías de Montaña de Saint Gervais, una de las más antiguas del mundo, un grupo de jóvenes médicos del Hospital Universitario de Montpellier, en Francia, planificaba los últimos preparativos para su cumbre, emocionados por tener la oportunidad de llegar a la cima.
Habían sido precavidos, realizando un curso de preparación de cuatro días, en el que se aclimataron a la gran altitud y practicaron el uso de picos de hielo y el caminar con crampones. Estos cursos son cada vez más populares, y los guías dicen que notan que los clientes son más conscientes de los riesgos.
Pero este verano, las condiciones eran tan inestables que incluso los alpinistas veteranos tenían dificultades para realizar sus escaladas. Las organizaciones de rescate alpino estuvieron más ocupadas que nunca. En cientos de misiones, sólo pudieron rescatar los cuerpos de los escaladores, muchos de ellos muertos por caídas de rocas en terrenos que otros habían declarado estables apenas unos días antes. Sólo en la pequeña provincia de Salzburgo (Austria) se contabilizaron 24 muertes en lo que va de año. «Son más muertes de las que hemos tenido nunca. Incluso para los alpinistas más profesionales, se ha convertido en un gran reto», afirma la rescatista de montaña y cuidadora de perros Maria Riedler.
Las reglas no escritas que habían mantenido a los alpinistas a salvo durante generaciones ya no se aplican. Las travesías del Grand Couloir del Mont Blanc, un paso de 30 segundos propenso a las caídas de rocas, solían considerarse más seguras a primera hora de la mañana. Este mes de julio, las rocas se desplomaban a todas horas.
«Definitivamente, las montañas se vuelven cada vez más peligrosas», dice Pietro Picco, un guía que creció al pie del macizo del Mont Blanc. Algunas rutas ya no son realizables. En otras, el nivel de destreza requerido ha aumentado, y los guías llevan grupos cada vez más reducidos.
«Si se quiere ascender a una determinada cumbre, habrá que ser 100% flexible» con el calendario, dice Picco. Tanto él como otros guías prevén que la temporada de ascenso a picos como el Mont Blanc terminará en julio, y quizá se reanude durante unas semanas más en septiembre. Y cada vez más, cuando una cumbre no sea segura, los excursionistas tendrán que elegir escaladas alternativas, u optar por el ciclismo, la escalada en roca o el barranquismo.
En Courmayeur, el alcalde Rota está trabajando en una nueva serie de pictogramas para advertir a la gente. Envidia a los alcaldes de la costa italiana, donde una sola bandera roja mantiene a los turistas fuera del agua.
También Peillex desea que los riesgos se tomen más en serio. El sistema de alarma del glaciar costó alrededor de 7 millones de dólares, y sin embargo, cuando una tormenta lo activó accidentalmente, sólo una quinta parte de los residentes se evacuó.
«Es una pena porque después de todo este esfuerzo por proteger a la gente, no dan el último paso para protegerse», dice, frente a decenas de casas nuevas construidas justo en la zona donde la avalancha de hielo y nieve de 1892 superó la altura del tsunami de 2011 en Japón. Hoy, no mataría a 200, sino a 2000 personas. «Tenemos que entender que la naturaleza es más fuerte que nosotros y que somos nosotros los que tenemos que cambiar nuestra forma de actuar», concluye.
Fuente: National Geographic